Aequitas Cultus: primer capítulo.

Aequitas Cultus: primer capítulo.

  Domingo, 7 de noviembre de 1610. Logroño.

La puerta de la celda se abrió, quejumbrosa. Un hombre entró cubierto con una capucha, instando al carcelero a que esperase fuera. Le dio unas monedas y esperó a que cerrase la puerta, sin echar el cerrojo. Olía a excrementos y orines. Estos, y la humedad, le provocaron una leve arcada. Se acercó hasta la mujer que yacía en el suelo, encadenada. Arrimó la lámpara de aceite que llevaba, a la altura de sus pies, para poder orientarse en el interior.

Estaba tumbada en posición fetal y apenas respiraba. Dos ratas merodeaban cerca de su cabeza. Chillaron nerviosas y doloridas cuando aquel hombre las alejó de sendos puntapiés. Posó la lámpara en el suelo y la levantó con cuidado la cabeza. Ella abrió débilmente los ojos y le miró. No le distinguía bien, la oscuridad no la dejaba. Musitaba, preguntándole quién era. El hombre se quitó la capucha hacia atrás y se bajó el pañuelo que cubría su boca y nariz. La peste le hacía ser cauto. La habló:

—¿Era esto necesario…?

—¿Cómo…? —La mujer no le entendió y no le veía bien.

—Aún estás a tiempo…, puedo sacarte de aquí y ponerte a salvo…

Con un gran esfuerzo, la mujer abrió todo lo que pudo sus ojos y trató de centrarse en el rostro que tenía ante sí. Cuando, por fin, le vio y reconoció, sonrió y le dijo:

—¿Ponerme a salvo…? ¿Salir de aquí… contigo? ¡Púdrete…, malnacido!

El hombre, a pesar de la contestación, insistió:

—¿No has tenido ya suficiente? ¿No crees que merece la pena vivir una vida lejos de todo esto y en un lugar seguro para ti y para tu hija…?

—La única vida… que merece la pena vivir…, es aquella en la que tú no aparezcas. Ni tú… ni tus hermanos, esa sería una buena vida…, y no te preocupes por mi hija, ahora está… muy lejos de aquí… —tosió—, muy lejos de ti… —le dijo con dificultad.

El hombre comenzó a llorar. Sorbiéndose los mocos la rogó por última vez:

—María, por favor, no me hagas esto…, sabes lo que siento por ti, María…

María le contestó:

—¡Vete al infierno, bastardo!… —Volvió a toser, esta vez escupió un poco de sangre—. Nunca nos tendrás…, ni a mí ni a mi hija. —Se intentó zafar de él, pero su brazo izquierdo, con el hombro luxado, y su rodilla izquierda también desencajada, no la dejaban realizar grandes movimientos.

—¡Está bien! —dijo el hombre. La soltó de golpe, en el suelo, y elevó la voz, furioso—. ¡Sea, pues! ¡Hoy arderás junto a tus amigas y las que dices son tus hermanas!

¡El fin justo para las de tu calaña!

—¡No… no todo lo puede el dinero…, perro…, no todo lo puede tu fe!

Con el alma desgarrada por el dolor, con ira en la mirada, y al convencerse, por fin, de que jamás sería suya, la dijo:

—De acuerdo, quiero que sepas que, esa con la que mejor migas haces, será traída a la celda contigua en unos minutos; ha pasado la noche en «la cuna». Hemos ido siete veces a buscar agua.

«La cuna». Así la llamaba él.

La cuna de Judas era uno de los más horripilantes inventos, ideados por las enfermas mentes de los hombres, que, al servicio de Dios y de la Santa Inquisición, utilizaban ese y otros atroces métodos para obtener las confesiones necesarias de cualquier preso.

La cuna de Judas constaba de una pieza de madera con forma de pirámide. Al reo se le ataba con un cinturón de hierro con varias anillas. Por las anillas pasaban unas cuerdas que acababan anudadas en una cuerda maestra, la cual elevaban por encima de su cabeza, de manera que pasase por una argolla en el techo. Al preso se le colocaba de forma que el ano, que era la parte del cuerpo usada para torturar a los hombres más que a las mujeres, quedara justo encima de la punta de la pirámide de madera. Otras cuerdas evitaban que la persona atada pudiera cerrar las piernas o intentar caer en otro sitio que no fuese el buscado por los interrogadores.

Cuando tenían al preso suspendido, soltaban la cuerda maestra de golpe y, el peso del propio reo, hacía que al caer, se clavara la punta de la pirámide en el ano, desgarrándolo lo indecible. Los dolores que padecía, eran tan insufribles que la inmensa mayoría se desmayaba. El agua era para reanimarlos y obligarlos así a seguir sintiendo un dolor indescriptible. Obligarlos de esta manera a confesar. Si bien era mayormente usada en hombres, también se usaba en mujeres, las víctimas preferidas de los hombres de Dios. En ellas, la punta de la pirámide, no siempre apuntaba al ano.

María sintió que el mundo se resquebrajaba. Su madre, Graciana, había muerto en cautiverio, por sus creencias y por ella, y sus restos serían devorados por las llamas, por haber sido una buena madre y haberla apoyado toda su vida en el hondo convencimiento de que una mujer no había de vivir en sumisión bajo ningún hombre. No si la mujer no lo deseaba así. Se acordaba, llorando, de sus últimas palabras:

«Nadie debe decirle a una mujer a quién debe o no amar».

 

Después de aquello, las separaron y no volvió a verla. Habían pasado varios meses. Meses soportando tormentos y preguntas constantes. Tormentos tan inhumanos, que todos, en mayor o menor medida, habían asentido a ciertas afirmaciones formuladas por los jueces. Sabía de, al menos, tres que habían muerto durante el tiempo que duraron los interrogatorios: Graciana y sus hijas, María y Estebanía.

A pesar de su estado, era muy consciente de que ese hombre había torturado, la noche anterior, a su amiga por simple venganza. Y con «la cuna», algo muy inusual en España. Los interrogatorios habían finalizado ya, y los reos solo esperaban, en su celda, a que se les ajusticiase. Pero él la provocaría dolor. Tanto como pudiese. Su posición y su cargo se lo habían permitido desde hacía años, con quien le viniera en gana. Pero ni con su posición, ni con su cargo, ni con sus métodos, la conseguiría.

Se limpió las lágrimas. Lejos de abatirla de la forma que aquel hombre buscaba, la dio fuerzas para decirle con un profundo desprecio:

—Hoy, cuando arda…, mírame…

El hombre se colocó de nuevo la capucha y se marchó de allí. Blasfemó al cruzar la puerta. Fue corriendo junto a los otros jueces; aún quedaba mucho por hacer en aquel fatídico día.

 

Dos horas más tarde, la multitud congregada esperaba ansiosa y expectante. Por tratarse de un caso que la Santa Inquisición quiso mostrar como de carácter general, hicieron coincidir los días de feria con el auto de fe. La previsión de una ingente cantidad de foráneos, que llegarían, sin duda, allí esos días, les hizo ser previsores: comida a raudales y vino más barato y de mejor calidad. Todo como consecuencia de la quema de herejes. Más de treinta mil almas se reunieron en Logroño aquel día. Algunos venidos de sitios tan dispares como París, Roma, Cerdeña y Oporto. Por supuesto, tampoco faltaron los vecinos de zonas cercanas como Vizcaya, Burgos y Aragón.

El magistrado Pierre de Lancre, natural de Burdeos, durante los procesos de brujería del Labort, hasta el año 1609, había acabado con la vida de centenares de brujas. En el Sacro Imperio Romano Germánico fue todavía peor: los ajusticiados se contaban por miles, como en Inglaterra. La defensa de la fe, frente a ese nuevo culto, envió a morir en la hoguera a muchos de los que mostraran indicios de pertenencia a él. Bastaba con que un vecino te denunciara y se demostrara que solías blasfemar, no acudir con regularidad a las liturgias eclesiásticas, o que, en el interrogatorio, te mostrases cabizbajo y con la vista gacha. Los inquisidores solían interpretar esto, convencidos, en base a la creencia de que «la cara y los ojos son el espejo del alma». Esto era motivo más que suficiente como para sospechar que podía tratarse de una bruja o brujo.

La Iglesia española se vio en la obligación de «dar un golpe encima de la mesa», ante la creciente presencia del denominado culto a la brujería, habiendo notado un aumento del pánico y del terror en las zonas colindantes con Labort, envió a los inquisidores don Juan del Valle Alvarado y don Alonso de Becerra Olguín, para informarse e inspeccionar aquellos lugares, más concretamente, en Zugarramurdi y Urdax, por lindar con la mencionada zona francesa.

Los inquisidores realizaron un arduo trabajo, recopilando comentarios y denuncias. Tras dar por buenas el contenido de las mismas, quedaron inculpadas más de trescientas personas. Cuarenta de ellas fueron trasladadas, en condiciones inhumanas, a Logroño e internadas en prisión. Serían juzgadas en el  proceso de Logroño.

Todo comenzó con la confesión de una joven bruja arrepentida…

María de Ximildegui, cerca de la Navidad de 1608, había regresado a su casa en Zugarramurdi, tras trabajar como sirvienta durante cuatro años en Francia. Allí, acompañada por una amiga suya, acudía con asiduidad a unas reuniones que se celebraban en la playa. Las dos amigas, junto a aquella gente, bailaban y reían. Cuando un tiempo después se dio cuenta de que eran akelarres, aseguró que fue forzada a abandonar el cristianismo y a unirse a aquella gente.

Año y medio después, apesadumbrada y enferma, se lo confesó a un sacerdote de Hendaya. También le dijo que, estando en Francia, había acudido con regularidad a su localidad natal para participar en aquellas juntas de brujas, y por si fuera poco, dio hasta nombres. Entre las inculpadas por ella, se encontraba María de Yurreteguía, que en un principio negó todas las acusaciones, pero que, tras oír los relatos de Ximildegui, llenos de detalles, abrumada, se desmayó y, al recuperarse, se lo confesó todo a fray Felipe de Zabaleta, monje del monasterio de Urdax, con funciones de párroco; este la dijo que sería perdonada si lo reconocía en público y en la iglesia.

Después de oírla confesar, en la casa de Dios, los vecinos sufrieron una especie de «virus brujeril», veían brujas allá por donde mirasen. Y no solo eso, sino que además, varios de ellos confesaron haber practicado ritos prohibidos por la santa madre Iglesia. Otros llegaron a admitir que habían enseñado a sus propios hijos. Los más exaltados, llegaron a acudir al otro lado de los Pirineos en busca de niños supuestamente desaparecidos a manos de brujas francesas. Cuando todos ellos confesaron, también en la iglesia del pueblo y ante los vecinos, obtuvieron el perdón, y la calma llegó… por poco tiempo.

Fray León de Araníbar, abad del monasterio al que pertenecía fray Felipe de Zabaleta, asustado ante la vorágine de inculpaciones de los vecinos de brujería, dio parte de los sucesos a la Santa Inquisición. Poco después, los inquisidores don Juan del Valle Alvarado y don Alonso de Becerra Olguín, se personaban en la zona. Hasta junio de 1609, no se unió a ellos la voz discordante: don Alonso de Salazar y Frías.

El auto de fe dio inicio con la lectura de la sentencia. Se les acusó de tantas y tan variopintas cosas, que la sola lectura llevó dos días.

Los inquisidores que intervinieron en el proceso de Logroño fueron: don Juan del Valle Alvarado, don Alonso de Becerra Olguín, don Alonso de Salazar y Frías, el ordinario del obispado y cuatro consultores. Alvarado y Becerra, pronto, vieron en el tudelano Salazar y Frías a un hombre, que, en modo alguno, compartía su visión de los hechos.

Salazar consideraba que esas pobres gentes eran, por decirlo vulgarmente y no por ello faltar a la verdad, unos pobres ignorantes que estaban convencidos, muchos coaccionados, por supuesto, de que todo era cierto. Todo: fornicaban entre ellos y con el Diablo, realizaban rituales paganos donde comulgaban con una hostia negra y, tras besar los testículos del Diablo, se entregaban a él. Podían volar para, así, llegar pronto a sus reuniones, fuesen donde fuesen, desenterraban a otros brujos y una parte se la comían asada, otra la consumían cocida y la tercera cruda: para asimilar su poder

Era todo tan inverosímil para Salazar, que nunca creyó que alguno hubiese cometido aquello.

Sin embargo, para los demás, la protección de la fe ante cualquier atisbo de peligro, obligaba a ajusticiar y a ser inmisericorde con los actos de herejía. La Iglesia era tajante, si tales acusaciones eran probadas por un tribunal formado por miembros de la misma: destierro o cárcel, con desposesión de bienes, o la hoguera en los casos más graves.

Bajo la atenta mirada de gente venida de todas partes, así como de los propios vecinos de Logroño, comenzaron a desfilar los inculpados, todos ellos descalzos. Los primeros, una veintena, en formación y con insignias de penitentes. Todos con velas entre las manos y seis de ellos con sogas en la garganta, lo cual indicaba que debían de ser azotados. Detrás venían otros con sambenitos y corozas con aspas de reconciliados, algunos de ellos también con sogas al cuello. Los siguientes, cinco estatuas de personas difuntas con sambenitos relajados, es decir, relajados al brazo secular, y otros cinco ataúdes con los cuerpos que representaban aquellas estatuas. Por último, seis personas con sambenitos negros y corozas de relajados: los condenados a muerte.

Dos alguaciles abrían y cerraban la macabra procesión.

Se prepararon, pues, once hogueras. Seis serían quemados vivos. Cinco lo serían en efigie, pues habían perecido mientras estaban presos. El brote de peste que asoló Logroño, por aquel entonces, tampoco les ayudó mucho.

Tras atar a las piras a los condenados, los allí congregados esperaban con cierto temor, pero con impaciencia, que se diera la orden de encender las mismas. Varios miles de pares de ojos miraban a la vez a los tres jueces que habían llevado el proceso. Entre ellos, Salazar y Frías observaba apenado e impotente el fin que les esperaba a esas pobres gentes ignorantes. Todavía bullían, en su cabeza, las razones dadas, días atrás, a sus hermanos jueces:

—¡Miradla…! ¿Realmente creen, que si no fuera por los interrogatorios pasados, esta anciana  —Graciana de Barrenechea—, sería capaz de admitir volar?… ¡Volar…, por Dios Santo!…, hasta el prado del macho cabrío… —Aker larrea lo denominaban los inculpados, según su propia lengua—. ¿Y una vez allí, fornicar con todos los reunidos y ofrecer su cuerpo y su alma al Maligno?

—Señor Salazar y Frías…, debe usted saber, que no juzgamos si ha volado o no. Estamos aquí para determinar si las reuniones a las que fue la maestra de sapos, como ella misma ha reconocido, fueron o no reales. —Valle Alvarado seguía una doctrina muy estricta en el cumplimiento de las enseñanzas de la Iglesia. Las reuniones multitudinarias, abrazando otras creencias, eran, sencillamente, herejías.

—¡Su familia es la incitadora de estos desórdenes, abrazan el mal y comparten sus enseñanzas con todo aquel, hombre o mujer, dispuesto a seguirles! ¡Hay incluso niños! —Becerra Olguín se mostraba tan duro o más que Alvarado en su crítica, pero en lo referente a esa familia en concreto, se reveló como implacablemente secular.

—Señores…, por favor, sean consecuentes con lo que dicen. Vuelvan a mirarla, ¿de verdad creen que esta mujer podría provocar una tormenta? ¿Helar cosechas enteras o arrasar campos?…, tal vez… ¿comerse un niño…? Seamos sensatos. Conozco castillos donde afirman que, todos los primeros de mes, acude un hada. Los nobles que los habitan afirman que como diversión ven actuar a magos, y tienen astrólogos a su servicio. Muchos reyes, también. Y sus mujeres se hacen decir la buenaventura. ¿Son todos ellos brujos también?

—¡Señor Salazar y Frías! —Valle Alvarado se levantó, incluso, de su asiento, y se giró para hablarle—. ¡Sabe usted, tan bien como yo, que esos nobles de los que habla, son devotos y creyentes! ¡Humildes siervos de Dios! —Al pronunciar esto último, Salazar y Frías cerró los ojos y negó débilmente con la cabeza mientras la agachaba poco a poco—. ¡Esta… bruja… ha cometido el más horrible de los pecados! ¡Profesa y promueve otra fe! ¡La ley de la Iglesia es clara: morirá en la hoguera como hereje!

El resto de las discusiones se agolpaban a la vez en la cabeza del inquisidor. Lo intentó todo, pero fue inútil: sus palabras caían en saco roto. Debía de tomar parte. Para su desgracia y la de los inculpados allí, esos días, de momento, no podía hacer nada por ellos. Enfrentarse a la Iglesia afirmando que los brujos y brujas condenados como herejes, y por lo tanto, quemados en la hoguera, eran solo gente ignorante y, además… pobres (¿cuántos acaudalados o nobles murieron en la hoguera?), no era una buena idea, por el momento. Se dijo a sí mismo que eso tenía que acabar.

Mientras veía cómo comenzaban a arder las piras de leña, se hizo una promesa:

 «No descansaré hasta que logre convencer a la santa madre Iglesia, de que esto no es sino una locura».

 

María de Zozaya y Aramendía había llegado casi exhausta tras la procesión. La rodilla la obligó a caminar apoyada sobre una de sus hermanas. Una vez en la pira, la ataron de tal forma que, sin forzar la pierna, se sostuviera erguida. Era lo que quería. Era lo que necesitaba. Miró al joven que tenía a sus pies: el encargado de prenderla fuego. Llevaba una pequeña capucha de verdugo. Se la quitó y la sonrió mientras miraba cuidadoso a ambos lados. María, cuando le reconoció, también le sonrió: su primo Juan.

—Lucía —la hija de María—… está bien. La cuidaré. Tienes mi palabra.

—Gracias, Juan. —Y se entristeció un poco más aún de lo que ya estaba, al recordar que no volvería a verla.

Juan se afanó en mojar con agua la leña que formaba la pira. Había llevado varios pellejos pequeños bajo la capa de lana y los vació todos mientras esperaban la orden de encender. Los que se lo podían permitir, pagaban siempre al verdugo para que mojase la leña, y así morir ahogados mientras dormían, debido al espeso humo, y no quemados vivos. María ni se preguntó cómo había llegado su primo allí. Observó que a los que quedaban aún vivos, también les estaban mojando la pira.

Los seguidores de Mari no dejarían seguir padeciendo a sus hermanos.

—Bien, una muerte sin dolor…, gracias, Mari, cuida de mi hija…

A pesar de llorar, María sonrió y elevó la vista. Le buscó hasta que le encontró. La estaba mirando. Le miró fijamente mientras sonreía durante un minuto, el tiempo que tardaron las llamas en provocar una densa humareda. Le vio llorar. Echó la cabeza hacia atrás, aún, sonriendo, hasta apoyarla sobre el poste de madera, y cerró los ojos. Entre el humo, él pudo observarla así, antes de ver cómo se desmayaba definitivamente. Fue la más afortunada de todos.

A pesar de la leña mojada, el agua no les funcionó todo lo bien que hubiesen deseado. Los gritos que oyeron, todos los allí reunidos ese día, les persiguieron de por vida. Una anciana llegó a confesarle a su hija:

«Son los gritos más aterradores que he oído nunca, y paso de los ochenta».

Infinidad de religiosos comenzaron a cantar «Te Deum laudamus».El crepitar de las enormes hogueras les acompañaba. No importaba: los gritos se oían por encima de ellos.

Sin embargo, lo que pocos pudieron aguantar, sin estremecerse, fue la visión de las llamas devorando aquellos cuerpos. Primero ardía el pelo, tras él, incluso en alguno todavía con vida, los globos oculares se derretían y una masa blanquecina les recorría la cara hasta la barbilla. Luego les goteaba por la ropa. Por último, el cuerpo entero quedaba ennegrecido, encogido y duro tras las llamas. Y para finalizar, el olor…, ese olor tan penetrante…, tan nauseabundo… Lo olieron todos. Las miles de personas reunidas, olieron la carne quemada, mientras admiraban lo que quedaba de los cuerpos con una mezcla de devoción y terror.

Miguel de Goyburu —rey de los brujos—, su mujer, Graciana de Barrenechea —bruja y reina del akelarre—, Estebanía y María de Iriarte —hijas de Graciana—, Juan de Echalar —brujo y ejecutor de las penas impuestas por el Demonio—, María de Echaleco —bruja—, María de Chipia —bruja y maestra de novicios—, María de Yurreteguía —bruja—, María de Zozaya y Aramendía —bruja arrepentida—, María Juanto, María Presoná Celeutea, Juanes de Goyburu, Juan de Sansín, Juanas de Echalar, Estebanía de Telechea, Martín de Vizcar, María de Etauguía, María de Tellaechea, Beltrana Fargue, María García de Barrenechea, Estebanía de Navarcorena, Juan de la Bastida, Juan de Iribarren…

Los nombres de los imputados en el proceso de Logroño se repetían una y otra vez en la mente de Salazar y Frías…

 

Mientras las piras ardían, Salazar y Frías se dirigió a Becerra Olguín. Había agachado la cabeza y estaba llorando. Antes de eso, solo había mirado a María.

—¿Es horrible, verdad?

—No… no te imaginas cuánto.

 

Tras los fatídicos sucesos de Logroño, Salazar y Frías, tras conversar con el inquisidor general, Bernardo de Sandoval y Rojas, en el verano de 1611, comenzó una búsqueda implacable de la verdad. Recorrió las Vascongadas, así como Navarra y las zonas aledañas como Logroño. Escuchó atentamente los relatos de 1812 brujas confesas y arrepentidas, así como a muchos niños y niñas. Les instaba, una y otra vez, a que le repitieran los sucesos que creían haber visto, y desmontaba continuamente las elucubraciones de aquella pobre gente.

Si una mujer afirmaba que había volado, él no paraba hasta convencerse de que lo que había hecho, era tomar sustancias no conocidas por él, y que provocaban un curioso efecto en el individuo. Su cabeza, tras administrarse estas sustancias, no regía bien o no era consciente de la realidad durante un período de tiempo. Si una muchacha afirmaba haber copulado con el Diablo, la hacía pasar por un examen médico y comprobaba que tal cosa no había sido cierta.

Y así, día tras día, mes tras mes, pueblo tras pueblo, con la dificultad añadida de que aquella gente hablaba otra lengua. Tras ocho meses, su trabajo quedó reflejado en un documento de más de once mil páginas, en el cual, con los cinco mil testimonios que plasmó en él, instaba a la Iglesia a recapacitar ante tales sucesos. Ni fue el primero que lo intentó, ni hubiese sido el último. Ya en el siglo XII, el obispo de Chartres afirmó que:

 «Era necesario no olvidar, que a los que esto les sucede, son pobres mujeres o gentes simples y crédulas».

En el año 1623, a instancias del documento del inquisidor Salazar y Frías, se promulgó la bula Omnipo­tentis, según la cual, las brujas y los hechiceros de la piel de toro, no serían entregados al brazo secular español, excepto en los casos de supuestos pactos con el Diablo, seguidos de asesinato.

Aun así, en Europa, mucha gente pereció en la hoguera. Sin embargo, el denodado trabajo del inquisidor tudelano, evitó que cientos, tal vez miles de personas, en España, padecieran los terribles interrogatorios y su posterior muerte bajo las purificadoras llamas.

Al menos, en parte, don Alonso de Salazar y Frías lo había conseguido.

 

Los sucesos acaecidos, tras el proceso de Logroño, convenientemente mediatizado, tuvieron un efecto no esperado por la Iglesia en las mentes de los hombres y mujeres que habitaban en la península ibérica, en general, y en el extremo occidental de los Pirineos, en particular. Las posteriores generaciones, crecieron convencidas de que en aquella zona, y por extensión y proximidad al resto de Navarra, La Rioja y el País Vasco, este último a ambos lados de la cadena montañosa, fueron durante siglos caldo de cultivo del denominado culto a la brujería.

¿Estas creencias, estos cultos fueron una invención de la Iglesia para preservar a toda costa su fe…?

¿O esa tierra escondía algo más que belleza?

¿Te ha gustado?

Ciñéndome exclusivamente a los comentarios que me han hecho llegar, tod@s aquell@s que lo han leído me han pedido, casi hasta amenazándome, angustiados y necesitados de más Aequitas, no te miento, una segunda parte. Por ello, y solo por ello, interpreto que… tan mal no lo hice para ser mi primera novela.

Genial, maravillosa, muy adictiva, soberbia, bien planteada y mejor definida, increíble y sublime… son solo algunos de los piropos que he podido oír por boca de aquell@s que han leído la novela. Te lo vuelvo a repetir: no miento. Como tampoco te miento si te digo que, más de un@ y más de dos, han acabado enamorándose, literalmente, de alguno de sus personajes.

Esto es relativo, por supuesto, no tienes por qué creerme, pero, como espero que comprendas, yo no voy a ser el que diga que mi novela es una mierda. Eso deberás de ser tú el que lo opine, si es que te decides a dar el paso de leerla. Lo que sí que te puedo asegurar es que la información que rebusqué, durante años, solo fue la base sobre la que se sostiene la historia. Una historia que, me vas a permitir repetir una vez más en la bitakora, debía de ser contada.

Si te ha gustado esta pequeña introducción, no dejes de buscar dónde leer el libro dentro de la provincia de Bizkaia, lugar donde transcurren los hechos que plasma la historia, hechos reales y terribles. Más verídicos de lo que crees. Tanto, que me cuesta creer que los habitantes de Zalla y Güeñes los conozcan en su totalidad. Es más, algun@ me ha hecho saber que desconocía la gran mayoría de los hechos que en la novela se narran.

Como ya mostré en anteriores entradas de la bitakora, el Basajaun te ofrece leer la novela de manera gratuita en los diferentes lugares donde doné docenas de ejemplares. ¿Que prefieres el formato ebook? Pincha aquí (también gratis, no miento). ¿Prefieres el formato físico en propiedad? Pincha aquí. ¿Quieres el ebook en propiedad? Pincha aquí. ¿Quieres el formato físico en propiedad y dedicado? Ponte en contacto conmigo.

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