Hace una semana me dejé caer de nuevo por vuestro hábitat. Por esas interminables angosturas de cemento en las que os habéis encerrado. Y como era de noche, me metí en un bar para poder seguiros de cerca, habida cuenta de que no había casi nadie por la calle. Pero dentro sí. Estabais, cómo no, viendo jurgol. Y bebiendo. Para que ninguno sospecharais, pedí un txakolí y me quedé en la barra disfrutando del vino.
La cosa estuvo más o menos tranquila, algún que otro grito reclamando algo a la caja tonta, pero nada grave. Entonces uno se levantó de la silla y le dijo, muy serio, a una mujer que estaba sentada junto al corrillo de aquel hombre, que por qué no decía nada. Que por qué no soltaba la rabia acumulada de la semana en forma de gritos e insultos, hacia cualquiera que estuviera dentro de la competición deportiva humana que salía por la caja tonta. La dijo que si no la gustaba un jugador de un equipo en concreto, o ese mismo equipo, que diese rienda suelta a su locuacidad más soez, en forma de insultos y desmanes hacia la pantalla. Y que si no la gustaba el jurgol… que no importaba en absoluto. Que se fijase en el hombre de negro que estaba allí, en medio de aquella veintena de tíos medio en pelotas, y la preguntó:
- ¿Es que no ves a ese de negro ahí en medio? Vamos… ¡di algo! ¡¿Tendrá madre, no?!
Terminé el txakolí mientras todos se descojonaban de risa, y salí a la calle con la intención de volver a casa con Basandere. Reconozco que incluso a mí me hizo gracia.
Caminando por la carretera, con media sonrisa en el rostro por la situación vivida, me abordó una mujer. Era joven. La calculé unos veinte años. Vestía cinturón ancho, botas altas, chaqueta apretujando las tetas una barbaridad, e iba más pintada que una puerta.
Me preguntó, tras llamarme guapo, si quería que hiciese algo por mí. Como no la hice mucho caso me abordó de segundas, mostrándose esta vez más juguetona, y proponiéndome abiertamente mantener relaciones sexuales.
Pobre. Soy el Basajaun, por lo que, a diferencia de vosotros, los humanos, yo sí que la iba a dejar harta y satisfecha de sexo, si me lo propusiera. Pero me debo a Basandere, y la dije que no. A Basandere, y a mí mismo. Tal vez, si me hubiese revolcado con ella, Basandere no se hubiese enterado, pero yo sí. De modo que intenté apaciguarla un poco, parecía que incluso tenía hambre y frío, y la dije que se olvidara, que conmigo no iba a tener aquello que buscaba: dinero a cambio de sexo. Se quedó un poco triste, abatida, y como ver a una mujer así me causa pesar en el corazón, la dije que me acompañase hasta el pueblo y que la invitaba a comer algo. Apenas me dejó terminar de hablar. Aceptó encantada.
Imagen de bottlein
Ya en el pueblo comimos un bocadillo cada uno, mientras yo bebía un par de txakolís, y ella una cerveza. Y más calmada ya, y sin la tiritona que parecía tener cuando la vi en la carretera, se soltó y comenzó a hablar.
Me dijo que tenía estudios, no universitarios, pero sí estudios, y que había tenido que dejar su vida anterior porque el banco la había embargado hasta las bragas, y que se había visto forzada a tener que vender su cuerpo para dar de comer a su hijita, una niña de dos añitos de edad que, al nombrarla, hacía que se la humedeciesen los ojos. A mí también se me humedecieron.
Resulta que, tras encontrar lo que ella me aseguró como un buen trabajo, se había quedado en el paro, y que sin posibilidad ya, tras año y medio, de poder hacer frente a todos los gastos que tenía, se había quedado en la más calamitosa de las ruinas. Y me dijo que su hombre, la había dejado sola, plantada en el portal de su casa con la niña en brazos, y se había marchado de su lado.
Sé que hay hombres que se comportan así. Yo los cogería a todos y le invitaría al Tarttalo a que forrara la pared de su cueva con sus pieles. A los que abandonan a sus mujeres y a sus hijos, y a los que provocan ruinas reclamando deudas que no se pueden pagar (aquí meto a banqueros y políticos, y banqueras y políticas… no creeréis que los culpables de muchas de estas cosas son solo los hombres, ¿no?)
Pagué la cuenta, la di un abrazo, y la acompañé hasta su hogar. Cuando vi a su hijita durmiendo en la cama, me dieron ganas de comerla a besos. Era preciosa.
Dos días más tarde fui a verla a su casa, y me la llevé de allí. Subimos hasta el caserío de un pastor que me debe varios favores, uno por oveja encontrada, y le dije que le traía la ayuda que necesitaba, pues estaba solo, y a pesar de sus veinticinco años, y predisposición que a esa edad muchos hombres pueden tener para trabajar, precisamente por ser hombres jóvenes (se supone que con un par de güevos), me había dicho en más de una ocasión que se encontraba desbordado. Es un muchacho con las orejas llenas de aros, el pelo rapado por los lados, con cresta como un gallo, y a pesar de su aspecto y estar algo sucio, tiene también un corazón que no le cabe en el pecho. Un pedazo de pan.
Le dije que nuestra deuda quedaba saldada si la daba trabajo, y él aceptó encantado. Me aseguró que por su parte la deuda seguía en pie, y que me agradecía que le hubiese llevado ayuda. La joven, alucinaba a colorines: no la puso ni una sola pega. Ni por ser mujer, ni por ser joven, ni por tener una hijita y tener que ausentarse, tal vez, algún día de su trabajo para atenderla…
Al día siguiente los encontré trabajando juntos. Ella era muy torpe, pero a él no le parecía importar. La ayudaba, la aconsejaba, y la repetía que no tenía que preocuparse por su torpeza, que a él le había pasado lo mismo cuando comenzó a trabajar en el caserío.
Ayer por la noche volví al bar. Sentados en una mesa estaban los dos. Con la niña sobre las rodillas de él. Y en la caja tonta daban lo de siempre: jurgol. Pero ellos no miraban hacia allí. Comían algo, se reían, y jugaban con la pequeña, mientras al fondo del bar, los gritos y los improperios hacia la caja tonta, seguían la dinámica de siempre.
Me marché de nuevo satisfecho por el deber cumplido, por haber hecho lo correcto. Una sensación maravillosa que muchos de vosotros desconocéis. Cierto es, que también me llevé conmigo la sensación de que me quedaba mucho trabajo por hacer, pues la mujer de la semana pasada estaba gritando, llamando hijo de puta al de negro sin despeinarse.
Y llegué a casa y se lo conté todo a Basandere. La dije que era fantástico ver cómo, a pesar de todo, había mujeres de verdad entre los humanos, mujeres que son capaces de venderse a sí mismas para dar de comer a sus hijos. Y hombres. Hombres de verdad. Hombres que intentan ayudar a quienquiera que sea el que lo necesita, sin importarles una mierda si son hombres, mujeres, madres o prostitutas. Hombres que solo quieren sentirse útiles y hacen lo que esté en su mano para hacerlo. Hombres que dignifican el sentido primigenio de la palabra hombre.
Cuando terminé de contárselo, Basandere me cogió de la mano y me llevó a la cama. Me dijo que estaba muy orgullosa de mí. Y que me preparase, que esa noche no me iba a dejar dormir.
¿Lo veis? Si hacéis lo correcto, el premio siempre es mucho mayor de lo que os imagináis.
Ruego a Mari porque esos dos, hagan lo mismo que Basandere y yo esta noche.
Los demás… bueno, pues eso… que podéis seguir viendo jurgol.
Sois unos simples.
2 Comentarios
Ese «la dije» se me ha clavado hondo. Por lo demás, es una bella historia
Pequeñas, y no tan pequeñas, faltas de este animal. Me alegro de que la historia te haya gustado. Un saludo.