Mano grande, mano pequeña: primer capítulo.

Mano grande, mano pequeña: primer capítulo.

Miraban con miedo a aquellos hombres a caballo. Menudas, sucias y muy vivas, observaban cómo se bajaban de sus monturas. Ninguna de las tres aparentaba los once años que tenían. Parecían más niñas. Cosas de comer poco y mal. A la más pecosa, la pareció que el tiempo se ralentizaba al verlos ya en el suelo. Vieron cómo uno de ellos acariciaba un poco al burro que les acompañaba sumiso, de una cuerda, tras los caballos. Ni siquiera las miraron. Varios perros ladrando, les dieron la bienvenida.

Eran dos. Levantaban algo de polvo al andar en dirección a la entrada de la casa. Sus botas, algo manchadas, hacían juego con los orinales, decían jocosas cuando ninguno de ellos estaba en el pueblo, que llevaban sobre sus cabezas. Lo aprendieron de sus mayores. Las capas negras, revoloteando nerviosas tras ellos, las hacían recogerse aún más junto a la pared de adobe del gallinero. La visión de la muerte colgando sobre sus hombros, las hizo unir las manos sin darse cuenta, y trataron de esconderse, la una detrás de la otra, la otra detrás de la de más allá. Eso también lo aprendieron de sus mayores.

Venían a por su vecino, seguro. Habían oído a sus padres decir que no tardarían en apresarlo, que no le importaba pagar el precio de la cárcel por la fechoría de la que le culpaban, no señor. Ni el garrote. Cualquier cosa con tal de que aquel hijo de puta acabara muerto, reuniéndose con su jefe. Eso decían, también, los mayores.

Los dos hombres llamaron a la puerta. A los inquilinos de la casa les pareció que los golpes sonaban como los tañidos de las campanas por los difuntos. Tras los golpes, los ladridos de los perros aumentaron, uno se acercó nervioso y con recelo, gruñendo, hasta situarse a tres metros de las capas negras. Un hombre se giró y el perro dejó de gruñir, justo cuando la mujer abrió la puerta. Y es que, uno de aquellos hombres vestidos de aceituna, también era del pueblo. El otro, del de al lado.

—Hola, Herminia…, venimos a por Ginés.

—Sí…

Herminia les abrió la puerta cabizbaja, asintiéndoles apenada, y les indicó dónde estaba su marido. Ginés, muy serio, con su eterna boina sobre la cabeza, pantalón negro y camisa blanca, apuraba el liado de un pitillo, en la cocina, junto a la hornacha casi apagada. Le dio tiempo a prenderlo con una ascua que quedaba de la noche anterior, antes de que llegaran a él, así como a apurar el orujo de su copa; su preferida. Una copa que apenas hacía la medida de dos dedales de costura. Una copa que había tocado con sus labios, más veces que a los de su propia mujer. Con el cigarrillo entre los labios, no les dejó ni hablar:

—Vamos…, cuanto antes se acabe esto, mejor.

Ginés se levantó, les ofreció las manos con las muñecas juntas, le pusieron las gemelas, y echó a andar hacia la puerta. Al llegar a ella, dudó de si volverse a mirar a su mujer o no. Fue apenas medio segundo. Medio segundo que llegó a rivalizar con el ocho tumbado. Medio segundo de agonía que se tornó en una más que mera victoria parcial: no la dijo adiós.

«No…, no veréis las lágrimas de mi mujer…», pensó.

Al salir a la calle, le ayudaron a subirse en el burro. Más de medio pueblo miraba la escena, escondidos tras los cuarterones de las ventanas, si bien solo se veía a la viuda de Jacinto, que había salido con el botijo lleno a buscar agua, y a las tres niñas. Ginés las miró y sonrió un poco. Pensó que sería bonito ver crecer a los guajes sin la pegajosa y alargada sombra de Modesto. Una sombra muy oscura. Pensó, también, que muchos de los padres de aquellos chiguitos, entre los que se encontrarían, seguro, los de aquellas niñas, se entristecerían al verle marchar así. Pero, y esto era lo que le enorgullecía, más de uno y más de dos, se hubiesen cambiado por él. Al menos, alguno de sus vecinos sí que le demostró que tenía cojones.

Conforme atravesaban el pueblo, despacio, con los cuadrúpedos andando al paso, creyeron ver a un hombre que salía de su casa. No distinguieron quién era. Ni los hombres a caballo ni el montado en el burro. Les pareció ver que se dirigía hacia la carretera, pero era algo difícil de corroborar, ya que solo se vio una pequeña polvareda tras él.

Enfilando ya los tres la calle que daba a la entrada del pueblo, supusieron que tras los cuarterones de las ventanas se encontrarían las mujeres y algún que otro chiguito. También algún hombre, por supuesto, pero no a quienes veían ahora apostados en la calle de la entrada, a ambos lados del camino.

Dos docenas de hombres, vecinos todos del propio pueblo y de los pueblos colindantes, permanecían impasibles de pie, con las boinas entre las manos y la cabeza agachada en señal de respeto. Todos con la tez más negra que los cojones de un grillo. Como titos. Alguno, muy joven. Otros, con unas arrugas que parecían hechas con los arados que solían manejar. A Ginés se le encogió el corazón. A los otros dos también, pero estaban allí cumpliendo órdenes, y ni a uno solo de los vecinos del pueblo les pareció mal que los hombres a caballo se llevaran al marido de la Herminia. Al fin y al cabo, fue el propio Ginés quien les dio el aviso de que fueran a buscarle, algo que sabían todos.

Silvano, un vecino de un pueblo cercano, un casi sesentón magullado por el vino, el trabajo y la edad, dio un paso hacia adelante, para que los hombres montados le viesen bien. Los tres. Escupió en el suelo antes de que los caballos llegaran a su altura. Luego elevó su cabeza, con esa cara que parecía una ciruela pasa, alzando la vista orgulloso, mirando desafiante a los dos guardias que iban en cabeza. Los hombres, enfilados a ambos lados del camino, se miraron entre ellos al verle actuar así. Ginés sonrió.

Al llegar a su altura, todos los hombres, situados en los laterales del camino, elevaron la vista y miraron a los ojos del preso. Apretaban sus mandíbulas y sus puños mientras Ginés asentía a todos ellos. Varios, también le asintieron. Dos, incluso lloraban. Siguieron mirando a los tres hombres mientras se alejaban, más de uno de ellos satisfecho, pues había creído ver orgullo en los ojos del hombre montado en el burro. Incluso complicidad en los de los guardias. Silvano volvió a escupir al suelo.

Al perderlos de vista ya, se dirigieron todos al pueblo de al lado, a la cantina. Al lugar donde comenzó todo. Sin embargo, antes de marchar, se desviaron del camino cogiendo la calle que daba a la casa de Ginés y llamaron a la puerta. La mujer de uno de ellos les abrió; Herminia estaba sentada en la cocina junto a seis mujeres más, todas llorando. Sin decir una palabra, las mujeres salieron dejando que entrasen los hombres. Otra vez con sus boinas entre las manos, y muchos con un nudo en la garganta, de uno en uno entraron en la cocina y abrazaron y besaron a la Herminia, sin decir nada. Cuando terminaron, se marcharon, prefiriendo dejar a las mujeres solas de nuevo. Ya se sabe…, entre ellas siempre se entienden mejor, por mucho y bien que quiera hacerlo un hombre.

Ahora sí que enfilaron, los hombres, la calle que salía del pueblo. Unos a caballo, otros en un carro, otros en burro, se dirigieron hasta la cantina del pueblo de al lado, sin apenas dirigirse la palabra entre ellos. Cuando llegaron, un buen rato después, se colocaron lo mejor que pudieron en la pequeña cocina, para que cupiesen todos. Una vez allí, le sirvieron un vaso de vino a cada uno. En la cocina, que hacía las veces de cantina, apenas se oía el ruido que hacía el cantinero al servir el vino. Alguno, hasta contuvo la respiración. Cuando lo tuvieron en sus manos, alzaron el vino al viento y chocaron el vidrio los unos con los otros mientras brindaban:

—¡Por Ginés!

—Por Ginés… —decían—, por Ginés…

Bebieron el vino de un trago y se dispusieron a marcharse. Nadie dijo ni una sola palabra más. El dueño de la cantina también había estado con ellos en el pueblo de al lado, despidiendo a Ginés. No les dejó pagar el vino; su mujer le miraba orgullosa desde la puerta de la cocina. Menos el cantinero, todos los demás salieron a la calle para marchar a sus casas. Alguno, hasta el pueblo de al lado; otros, se quedaron en el mismo pueblo. Como cuando se acercaron allí, nadie dijo apenas una palabra durante el camino de vuelta. A más de uno y a más de dos, sus mujeres les abrieron las puertas y les abrazaron al llegar. Tristes y abatidos lo agradecieron, pero no les pareció suficiente consuelo. Una hora más tarde del brindis, Ginés estaba en el calabozo del cuartelillo, junto a Gabino.

En la mayoría de las casas, aquella noche, los hombres, fuere por tristeza, por alivio, por cobardía o por una extraña mezcla de las tres, cenaron tabaco, orujo y silencio.

 

Espero que te haya gustado. Es el capítulo que abre la historia que plasmé en mi segundo libro Mano grande, mano pequeña. Una historia que revela la verdadera España de mediados del siglo XX, cruda, cruel, descarnada y sin tapujos, intentando hacerlo también de una manera que le resultase al lector lo más ameno posible, usando para ello el lenguaje real de la gente de a pie. Una historia que debía de escribir ciñéndome a una promesa personal.

Si te ha gustado esta pequeña introducción, no dejes de buscar dónde leer el libro dentro de la provincia de Palencia, lugar donde transcurren los hechos que plasma la historia, hechos reales y terribles.

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Una historia esta que, te lo aseguro, no te va a dejar indiferente. Una historia que te hará reír, te hará llorar… y que te revolverá el estómago.

Palabra de Basajaun.

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